jueves, 19 de mayo de 2011

10 años despues


Hay historias que van de la mano, aunque no nos guste o no sepamos verlas. La de España y Argentina es una de ellas.
Y no digo solamente que ambas historias lleven una relación recíproca, un hilo conector como cualquier metrópoli mantiene con sus antiguas colonias: me refiero a los paralelismos obligados que han tenido dichas historias.

Fue en la década de 1820 cuando la oligarquía porteña abandonaba a San Martin y sus tropas en Perú, y traicionaba no solo el ideal revolucionario de Mayo, sino la grandeza por venir de toda la nación. Fue para esos mismos años en los que se traicionaba también a Rafael del Riego, el hombre que había logrado que Fernando VII de España jurara la Constitución de 1812 (redactada justamente mientras el Rey se cobijaba bajo el ala bonapartista, y sus ciudadanos eran masacrados por el ejército francés).

Nuestras economías desde entonces han seguido un camino similar. Marchando al paso de los latifundios hemos visto industrializarse al mundo, mientras nosotros seguíamos engordando oligarquías agroganaderas que dilapidaban su (nuestro)dinero en putas parisinas, o importando (ladrillo por ladrillo) edificios londinenses, en vez de fomentar la aparición de una modesta industria nacional.

El siglo XX fue para ambas una época de sangre de hermanos derramada, y nuestros territorios simple tableros de ajedrez de potencias, aprovechadoras de las diferencias intestinas. Así, los intentos de gobiernos populares en ambas márgenes del Atlántico fueron apagados por golpes militares, a los que siguieron décadas de represión incruenta, desaparición sistemática de personas y el sostenimiento de un programa que reducía nuestras economías al papel de meros siervos del capital norteamericano.

Y el destape no fue solo español: al caer las tiranías volvió la alegría para ambos. Pero el Capital, que ahora nos daba un poquito de libertad, tampoco quería que nos acostumbremos: un poco está bien, pero la cuota hay que mantenerla al día. Y así llegamos a esos maravillosos años de la convertibilidad y del euro, esa época donde de repente todo era reluciene y maravilloso y comíamos la misma chatarra que se come en NY, y podíamos comprarnos las mismas porquerías que se usaban en el primer mundo (¡pero claro, si eramos el Primer Mundo!), porque los chinos hacían todo muy barato y a nosostros nos parecía una ganga. Con el lenguaje neoliberal, se eliminó del repertorio de nuestras juventudes la idea de la politización: eso ya ni siquiera era peligroso, sino cosa de vagos. Al trosko no se le temía: daba risa.

Poco a poco, nos fuimos despertando del sueño. O eso parecía.

En el 2001 explotó la burbuja en Argentina: millones de desocupados, niveles de pobreza que parecían haberse dejado atrás hacía 50 años, indigencia y hambruna por doquier. La imagen del político estaba por el piso; el grito que surgía de entre el ruido de las cacerolas era claro: "Que se vayan todos/ que no quede ni uno solo". La clase media, embobada durante más de diez años con la fiesta de la paridad, salía de su sopor con un cachetazo, y se lanzaba a la calle. Todos nos emocionamos y vimos en esto un momento histórico y una oportunidad única.
Y lo fue. Desde entonces, sucesos más que interesantes han ocurrido en la Argentina (en el marco de un movimiento que se expande en toda latinoamerica, desde Miraflores a la Rosada): la juventud empezó a tomar conciencia. Se revivió un lenguaje que había sido meticulosamente enterrado; sobrevino la sensación de que la politica no la hacen solamente los lobistas: nosotros también tenemos poder. Hoy hay miles de jovenes de clase media comprometidos en movimientos sociales, en partidos políticos, involucrándose cada vez más en lo que parece el resurgir de la política en la Argentina.

Cuando hace unos 4 años visité España, me quedé con una sensación particular: estos tipos están viviendo nuestros 90s, y les va a explotar todo en las manos en cualquier momento. No pretendo darme aires de adivino; más bien uno en esas épocas sentía tener síndrome de Casandra. Pero así fue...

Miro una de estas mañanas una foto en un diario, y me parece un artículo de archivo. Seguramente muchos de uds, que vivieron diciembre del 2001, recordarán la imagen: gente de clase media con una cacerola en las manos, gritando en las plazas, pidiendo la posibilidad de un futuro, de no quedar desplazada dentro de este sistema impuesto por unos políticos sedientos de números y de billetitos. Diez años después, el fenómeno parece haber llegado a España: la juventud sin futuro se despertó repentinamente del letargo de la PlatStation y de la descarga gratuita de Taringa! para darse cuenta de que generaciones de políticos les han hipotecado el futuro. Que el ingreso a la UE, la incorporación del Euro y el Plan Bolonia no eran las maravillas modernas, sino la destrucción sistemática del estado de Bienestar Español.

Diez años después, miro esas plazas rebosantes de gente y me causa gracia que las juntas electorales intenten prohibir un movimiento espontáneo y genuino como el de los Indignados. Que intenten frenar el quiebre de la represa que ellos mismos han ido desmantelando, piedra por piedra, en los últimos años. Lo patético de sus discursos deja entrever su incapacidad para comprender lo que tienen delante: la gente dice BASTA, y pide un cambio radical.

En América Latina la cosa no ha ido tan mal. De una punta a la otra, hemos logrado atravesar la peor crisis financiera de la historia sin sufrir las consecuencias que el resto del planeta ha tenido que bancarse, apaleado. Vivimos un proceso de participación política único, que cada día avanza más. No importa que el presidente sea fulano o mengano: la conciencia política que se ha creado supera quien ocupa el sillón del Innombrable (original, no el patilludo). Es algo que llegó para quedarse, y eso me hace muy feliz.

Solo puedo desearle a mis amigos hispanos un desenlace feliz, pues se lo merecen. Ojalá no pasen por el baño de sangre represivo de Diciembre de 2001; ojalá los líderes del PP y del PSOE se queden pasmados por la peor de sus elecciones en la historia democrática española. Ojalá que las juventudes canalicen esta indignación en la energía necesaria para reformular el Estado de Bienestar, hacerlo fuerte y grande y ser, de una vez por todas, todo lo que pueden ser. Pero sin desigualdad.

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